4.10.07

CUENTO



Por principio, Lencha ocultó su ya visible embarazo de 5 meses. Hasta ése entonces fue cuando se percató de que estaba esperando, no fue sólo su ignorancia, ya que apenas sí sabía leer, también fue el hecho de creer que a su edad era muy poco probable estar embarazada. Tenía ya tres hijos grandes trabajando en Estados Unidos y volver a meter la pata... Y estaba doña Betty. Lencha sabía muy bien que sí la Señora se enteraba adiós trabajo y adiós todo. Entonces al ver que no llegaba lo que llega cada mes y la inminencia de un vientre que se hinchaba cada vez más, optó por usar sólo ropa holgada; cualquiera hubiera pensado que era una india muy deportista, usaba siempre los mismos tenis y pants. Unos pants color vino que contrastaban con su piel haciéndola ver aún más morena.
Doña Betty no sospecho nada. Lencha era india, pero nada tonta y sabía muy bien que la viejita estaba ya quedándose ciega. Doña Betty permaneció en el engaño, no así don Andrés, su esposo. Él supo muy bien lo que estaba pasando, pero prefirió no decir nada, desde muchos años antes si había algo que no soportaba eran las peroratas interminables de su esposa. Él aceptaba la vida tal y cómo era, la vivía con una mezcla de resignación y tristeza, sabiéndose sólo. La pareja nunca tuvo hijos, quizás porque habían estado muy ocupados viajando o haciendo dinero para preocuparse por ello. Nunca fue completamente feliz, a menudo pensaba que tal vez se había casado con la mujer incorrecta. Sólo se habían visto tres veces antes de casarse. Cómo Andrés ya tenía ganas de crearse un camino con una mujer al lado, no le importaba mucho el amor. Y Betty a su vez sabía que ésta era quizás la única manera de escapar de la orfandad en la que vivía. Andrés no tenía dinero y ella lo sabía muy bien, pero se veía un hombre trabajador y ella confiaba en que a la larga hiciera ese dinero. Fueron muy pobres al principio, pero era algo que a ninguno de los dos espantaba, porque ambos habían sido pobres toda la vida. Sin embargo, Betty no se equivocó: el hombre hizo mucho dinero y ella estaba a su lado para darse también parte del crédito porque, mientras él trabajaba arduamente ella fue un ama de casa perfecta. Así que, a medida que aumentaba el dinero, fueron apareciendo las casas creadas exactamente a su gusto, costaran lo que costarán. Fue allí cuando inicio su agrado hacia las joyas y la ropa fina, aprendió a manejar aun sin la aprobación de su marido pudiendo así conseguir un auto último modelo de aquellos años en el que viajaba con sus ahora amigas de la alta, incluso cambió de dientes, porque los que tenía cuando era humilde no iban bien con la ahora sofisticada mujer de alta sociedad. Todo lo que quería lo tenía, hasta la sonrisa perfecta. Su marido nunca fue capaz de negarle nada (aunque muchas veces repelaba), no por un profundo amor, sino más bien porque se resignaba a que su mujer terminara con el dinero que a él tanto trabajo le había costado tener, así evitaba sus latas e insistencias. Finalmente, pensaba él, también había logrado la meta que se había propuesto cuando se planteó casarse con esta mujer, era cierto que nunca imaginó sus alcances, pero como con todo, tenía la paciencia de soportarla y de resignarse, ya no había marcha atrás. Ya en la vejez dormían en camas separadas y don Andrés apenas si le dirigía la palabra. Él encontraba gran placer en caminar por la calle y saludar a todos los vecinos; o en sentarse viendo hacia la ventana donde cada tarde aparecía la misma lagartija a tenderse al sol, una lagartija tan libre que siempre fue blanco de su envidia; o en simplemente echarse en la hamaca que colgaba de un par de árboles en el patio de su casa…Vivían en una casa enorme de dos pisos, con un hermoso jardín, cinco cuartos para las visitas que ya nunca los visitarían, una acogedora terraza que daba al jardín y una espaciosa cocina mandada a hacer especialmente para doña Betty quien siempre fue una excelente cocinera.
Así que cuando don Andrés se dio cuenta que Lencha estaba esperando supuso que su esposa la despediría, pero en la forma del deleite de una pequeña venganza, se quedó callado, porque sabía que cuando su esposa se diera cuenta pondría el grito en el cielo, le gritaría a la pobre mujer y eso a la vez significaría distraer un poco la atención que ponía, a veces en exceso, sobre su persona. Y en secreto disfrutaría el coraje de su mujer, coraje que él mismo había experimentado cuando siempre con la mentalidad de ahorrar ella le pedía para ir a Europa o para un anillo o para un regalo dirigido a alguien que él poco recordaba o para una fiesta o para una prenda fina o para preparar la alacena en caso de guerra nuclear… El mismo coraje de cuando era imposible negarle algo a esta mujer tan necia y latosa. Guardó el secreto como si fuera propio, en una complicidad de la que ni siquiera la embarazada Lencha tenía idea.
Doña Betty descubrió el engaño de la peor manera. Precisamente el día que nació Lucía. No es que fuera imposible darse cuenta, el mismo don Andrés hasta llegó a pensar que en la guerra por no darle el gusto, ella ya se había percatado y nomás fingía demencia. Vio crecer a Lencha cual vaca a punto de parir. Veía a su mujer dando las mismas ordenes de siempre, sin ningún cuidado a la pobre mujer preñada. La misma Lencha creyó que se trataba de una venganza, que la Señora nomás estaba esperando que la verdad fuera escupida de su boca en medio de una sus obligadas y arduas limpiezas semanales de los enormes vitrales de la sala. Pero ni Lencha ni don Andrés estaban dispuestos a soltar prenda o a darle gusto y ambos (sin que el otro supiera) conspiraban en contra de la pobre vieja, que estaba inmersa en su cocina, la ropa y las telenovelas, porque desde que llego la diabetes y cada una de sus amigas de la alta había muerto , en realidad no tenía ni tiempo ni las ganas de estarse fijando en sí a la sirvienta le crecía la barriga o no; y cómo siempre supo cómo y qué sacarle a su marido, tampoco le importaba mucho lo que éste hiciese o pensase. Ni se dio cuenta del embarazo y mucho menos que su marido y su sirvienta pasaron casi 4 meses odiándola en secreto.
Lucía llegó en el mes de mayo, cuando en el pueblo hacía mas calor que nunca, y para el colmo de Lencha fue precisamente limpiando los vitrales de la sala, con una verdad que fue escupida tal y como lo había imaginado, pero no de su boca sino de en medio de sus piernas. Lencha gritó como si la estuvieran matando, así que sorda y todo, Doña Betty la escuchó en el punto más recóndito de su amada cocina y corrió, más que por la preocupación de que algo le hubiera pasado porque no deseaba quedarse sin chacha y menos en la escasez de los últimos tiempos. Las chachas están en peligro de extinción, pensó. Don Andrés, por su parte ni se inmutó, por el contrario, supo que el día de su venganza por fin había llegado, sonrió para sí mismo mientras veía a su mujer corriendo rumbo al jardín. Lencha, sin embargo, sufrió solo 2 minutos, quizás porque ya había sufrido por meses las órdenes amenazadoras de su patrona, quizás porque Lucía ya ansiaba ver el mundo… Al principio los cables en el cerebro de doña Betty no conectaban, pero al ver a la otra tirada en esa posición y viendo a detalle la inmensa panza, lo supo todo. Supo que las únicas dos personas en la casa le habían ocultado muy bien el secreto. Supo entonces también, que en ese momento ella y nadie más traería al mundo a la criatura. Gritando en el mismo tono en que mandaba a Lencha por los ajos y la carne (i-n-m-e-d-i-a-t-a-m-e-n-t-e), le gritó que pujase y así lo hizo ella, porque en su carácter de india le era imposible llevarle la contraria a su patrona. Inmediatamente después doña Betty recibió en sus brazos al frijolito sin pelo que era Lucía ese primer día, con toda la naturalidad cortó el cordón umbilical y abrazó a la niña como si fuera el primer bebé que veía en su vida y le dijo a Lencha “Te aviso de una vez que cómo te tenías muy guardadito tu secreto, me toca ponerle el nombre a esta niña, ¿Te acuerdas que te conté que siempre quise una niña para ponerle Lucía como mi madre? Bueno, pues esta niña se va a llamar Lucía y yo voy a ser su madrina”. En medio de los quejidos Lencha no pudo oponerse (como tantas veces antes), la Señora le permitió echar una ojeada a su hija y la dejó allí, tendida en el pasto mientras el doctor llegaba, en tanto doña Betty limpiaba y vestía a la niña con la ropa de los hijos que nunca nacieron, ropa que comprara muchos años antes en un viaje por Europa, cuando pensó que ya era hora de encargar (no así su cuerpo, por quien los años ya habían pasado inevitablemente). Al momento de vestirla doña Betty no se dio cuenta, o quizás no quiso hacerlo, pero algo dentro de su corazón había cambiado. Hablaba con Lucía, sabiendo que ésta la escuchaba. Se quejaba de su madre y de su marido; “Par de desconsiderados, mira que andarte escondiendo de esa manera, como si tu fueras algo de que apenarse, pero no mi reina, tu no te preocupes, que de ahora en adelante tu y yo le vamos a enseñar a tu madre que contigo no se juega, y de mi cuenta corre, mija, que no salgas igual de bruta que tu madre y tu vas a comer decentemente, porque tu madre es una desnutrida, mira que traer al mundo a una nena tan linda como tu y tan flaca con la cantidad de comida que yo personalmente preparo en esta casa, sí siempre he sido el ama de casa perfecta, o dime tu, cuando a ese hombre le ha faltado algo rico en la mesa o una camisa planchada o una sola mancha de mugre… y así me pagan ese par de mustios…” Y sí, algo había cambiado, porque por fin había nacido el ser que la escuchase sin decirle nada.
Algo sucedió dentro de ella. Nunca vio a la niña como el monstruito que fue al nacer, al contrario, la vio simplemente como el bebé que era. No se puso a pensarlo tampoco, de hecho, ella creyó al paso de los meses que seguía siendo la misma patrona mandona de siempre. No exigía menos de Lencha, al contrario, parecía que se desquitaba al pedir las cosas aún más perfectas que antes. Don Andrés, por su parte, se dio cuenta que intentar vengarse de esa mujer sería imposible y como todas las cosas constantes de su vida, lo aceptó resignada y sabiamente, además, se daba cuenta que su esposa estaba menos pendiente de él que nunca; ya no criticaba su forma de vestir e incluso podía darse el lujo de vestir jeans y tenis, cosa que su esposa le tenía prohibido. Lo único que ahora preocupaba a la señora era la niña. Don Andrés no sabía si agradecerlo o sentir pequeños celos. Al principio, optó por alegrarse, pero pasaban los meses y doña Betty seguía siendo la misma ama de casa perfecta, pero ahora parecía haberse olvidado hasta de ella misma, la ropa que compraba ya no era para ella, sino para Lucía. Ya no lo presionaba a él para comer las verduras, sino a la niña. Las mejores piezas de carne eran reservadas especialmente para Lucía, porque era una niña en crecimiento, mientras que él era un viejo en encogimiento, decía su mujer. Empezaba a encelarse cuando se percató de que Lucía podía darse a querer y que su esposa inevitablemente ya la quería. Se dio cuenta el día que le dio un tremendo dolor de estomago. Lucía tenía ya más de un año y lo llamaba “ñor”. Lucía fue la más preocupada ese día y fue quien permaneció a su lado mientras yacía convaleciente. Don Andrés hizo ese día lo que no hacía nunca, ya sea por su carácter o porque era su esposa quien se encargaba siempre de hablar. Ese día platicó con Lucía. No supo nunca que era lo que la niña le contestaba, pero algo en sus ojos le dijo que lo escuchaba con toda la atención y que lo entendía perfectamente.
A partir de ese momento Lucía repartía sus días entre su mamá y sus adoptados abuelos. Despertaba al lado de su mami, la besaba, la abrazaba, se dejaba vestir y peinar (porque para doña Betty tenía que ser una niña muy linda), después “ayudaba” a la viejita en la enorme cocina, sobre todo amaba los días de batir huevo, porque era ella quien lo hacía y al final tenía el gusto de comerse lo que a sus ojos se veía como una espuma sabrosa de huevo. Aprendió gracias a su infancia en la cocina a alegrarse con ciertos olores y a comer verduras en todas las variedades posibles. Después ayudaba a su mamá con lo que necesitara y finalmente pasaba la tarde entre las telenovelas de “la tía” (así le llamaba a doña Betty) y la ventana de “ñor”, donde conoció a la lagartija que todos los días los visitaba.
Lencha supo entonces que tantos años sin niños en esa casa y ella tan bruta habían dado como resultado que trataran a su hija como un adulto y además le enorgullecía mucho darse cuenta que gracias a eso y a todos sus cuidados, su hija se estaba haciendo una niña perfectamente independiente y muy inteligente. Jamás se quejó de las exigencias de su patrona, porque todo se lo perdonaba debido al gran amor que ésta sentía por su hija.
El día que Lucía entró al Kinder fue cuando la realidad golpeó a doña Betty con toda su fuerza. No se había dado cuenta o no había querido darse cuenta de cuánto le importaba esta niña, porque a pesar de todo el amor que le dispensaba a solas, en público siempre trató de imponer mano dura en la niña para que ésta nunca se descarrilara. Tal y como habría criado a los hijos que nunca tuvo. No se percató, sin embargo, de que tanto don Andrés como Lencha sabían de qué manera amaba a la niña y que frente a ellos intentaba disimularlo, porque aún había dentro de ella el tonto prejuicio de que Lucía era la hija de la sirvienta. Ambos prefirieron no decirle nada, temerosos a desatar su furia o a darle a entender que ya sabían el secreto que guardaba su corazón. Esperaron pacientemente, como toda la vida habían hecho con ella.
Así que el día que Lucía entro al Kinder fue todo un suceso, estaban Don Andrés y doña Betty parados en la enorme puerta de madera de la entrada, esperando a una Lucía ya enfundada en su uniforme amarillo lista para irse. Se leía en sus ojos que estaba listísima y ansiosa por ya ir a la escuela. El “Ñor” le habló mucho del kinder y ya no tenía miedo, y, gracias a esas pláticas don Andrés estaba también listo para verla irse. Pero doña Betty no. Al verla tan linda no pudo menos que alegrarse del tono moreno de su piel que la hacían ver llena de luz con el amarillo del uniforme, admiró su boquita llena de felicidad y sus ojos sonrientes y no le importó en lo absoluto de quién fuera hija, porque en ese momento cayó en cuenta que Lencha era igual a ella y que las circunstancias de la vida las habían llevado a sentirse diferentes, pero que había algo que biológicamente no podía ser de ella y que Lencha le había regalado sin dudas ni reproches. Le había permitido amar a su hija en la manera en la que la amaba y darle todo lo que estaba en sus manos. Quiso a Lencha parada en la puerta y quiso a su marido por querer a Lucía. Y amo aún más a Lucía porque surgió la revelación en su vida; tenía la familia que nunca quiso tener, pero a sus 70 años tenía una familia y existía algo que la hiciera levantarse en las mañanas, alguien que la unía con su marido y con Lencha. Lloró y abrazo a la niña en la puerta de la calle, sin importar quien la viera. Lucía la tomó de la cara en ese momento y le dijo en un tono de voz tierno y preocupado: “No te preocupes tía, me voy solo unas horas, pero aquí voy a regresar siempre”. La misma escena se repetiría todas las mañanas, durante algunos años más.