18.10.11

Paula, Recetas y Cajones.


Anoche terminé Paula por segunda vez. No entiendo mi elección en este punto de mi vida... quizás creí que así podría dejar ir de la misma manera en la que Isabel dejó ir a su hija. A unas pocas horas de haber terminado el libro, con el corazón estrujado y en medio de un dolor insoportable en el pecho y en las entrañas, no sé si fue la mejor elección. 

La primera vez que lo leí, igual lloré. Lloré en varias partes del libro y disfruté la historia misma, esa autobiografía tan deliciosa en medio del realismo mágico y la descripción tropical de los sucesos. Me gusta mucho, qué le vamos a hacer, habrá a quien lo le guste. A mí me transporta. Pero siempre que llegaba el momento de hablar de Paula y de su recuperación, de la posterior desesperanza, del dejar ir sin dejar ir del todo... Allí era cuando yo me deshacía. Me recuerdo en la cama de mi abuela (tendría unos 18 años), leyendo ese libro y pensando en qué sucedería el día que la perdiera a ella, la presencia más constante, importante, amorosa y mágica de mi vida. Eso también me hacía llorar... Imaginar mi vida sin ella. Lloré también por esa madre que perdía a su hija, de a poco. La perdía en su inteligencia, en su recuerdo, en su presencia... Hasta quedarse simplemente con un cuerpo inerte y vegetal y sin dejarlo ir del todo. 

Esta vez, fue completamente diferente. Han habido 3 pérdidas muy difíciles en mi vida (todas por muertes después de prolongadas y desgastantes enfermedades). Han habido pérdidas de amores, desprendimientos de cosas materiales que bien que mal, también me dolieron mucho y cambiaron mi vida en todo sentido. Son cosas que no puedo cambiar, pero que no dejan de doler. Las últimas páginas, fueron las más difíciles. Veía a Isabel dejando ir a su hija y me veía a mi, envuelta en el dolor y en esa energía tan fuerte, dolorosa y agotadora que es la muerte. Me puedo ver intentando aliviar a mi abuelo de sus dolores de cáncer, me recuerdo en la depresión del "si yo hubiera" cuando la muerte de mi tío", me veo negando la inminente partida de mi abuela cuando yacía en su silla de ruedas sin ser la mujer que yo conociera desde pequeña. SI me esfuerzo bien, recuerdo hasta los más nimios detalles. Todos duelen. Los bonitos y los feos. Los bonitos duelen porque ya no los tengo más, porque se fueron al fondo de mi nostalgia y se despiertan con un olor, o una mirada fugaz, o una palabra... Los feos duelen porque el dolor de la gente que amamos y que no podemos aliviar siempre es el peor de todos. A donde quiera que estén, todos los que se fueron, ya están bien ahora... Pero nunca nos enseñan a dejar ir. A través de la vida nos enseñan a dar bienvenidas, pero nunca adióses.

El otro día cocinando me acordé de ella y me di cuenta de todas las cosas que tengo de ella en mi cabeza. El quitarle los corazones a los ajos, o el toque de orégano en los nopales, o los chambaretes en el punto perfecto de cocción, me di cuenta de la magia que me transmitió a través de la comida, ésa donde de toda la familia soy la única que heredó su sazón con sólo observarla. Observándola fue como descubrí que la cocina es una cosa de dejarse llevar, de bailar al compás de las ollas y de admirar como se mueven los sabores sobre las sartenes, es una cosa de sentir como se elevan los olores por las paredes de la cocina y de agregar las pizcas de sal, pimienta y especias que más nos parezcan adecuadas, sin recetas específicas, sino dejándose llevar y disfrutando uno de los procesos más sublimes y mágicos, que es la creación de comida para la gente que más amas. Así me enseñó mi abuela a amar su cocina. Ahí mismo fue donde me di cuenta que las historias de amor van más o menos así: no hay recetas. Uno se deja llevar, uno baila al compás de la vida, uno admira las nubes que se le forman al rededor, uno guarda los momentos y los olores en las partes más importantes de la mente para después poder recordarlos con nostalgia. Uno salpimenta como le da la gana, como le parezca más rico, como se le antojan a las pizcas de los dedos, todo a los tiempos que le dicta a uno el corazón, cuando sentimos que el hervor es el correcto y cuando los minutos parecen suficientes. Así también son las historias de amor. Las de los que amaron a los amores convencionales de las madres y a los que los sustituimos sin querer por los de las abuelas. Los amores de pareja, esos que inician con una mirada o los que inician con una amistad o con sexo casual. Así son los amores que sentimos por las cosas que nos apasionan, cuya chispa se prendió en nuestras cabezas en algún punto casi irreconocible de nuestras vidas. Así es el amor, todo sin receta. Y supongo que así son los adioses también. 

Tanta bruma y tanta carga y tanto dolor y tantas lágrimas y tantos adioses... que dejé de ver la luz, dejé de ser yo y me convertí en otra e hice lo peor que podía hacer: me hice la fuerte, la que podía sola, la que es muy chingona, la que lo carga todo sobre sus hombros y no pasa nada... Y como en la analogía del roble y el bambú; fui roble y me rompí. Y ahora, que estoy allí, rota, ya no sé cómo hacerme bambú de nuevo. Lo fui por unos meses hasta que... murió Albert y el mundo que con toda delicadeza fui construyendo, se me cayó encima. Pasé semanas intentando pegarme, a solas, lamiendo heridas, desgarrada en las noches en medio de llantos incontenibles... Y un día supe que ya no iba a poder más. Que sola no podía y que la bruma era demasiada para ver claro. Fue un miércoles en el que decidí que ya no podía. Y busqué  ayuda. Y volví a  terapia. 

Me senté en ese sillón negro de cuero con la Marú frente a mí , con la cajita de Kleenex al lado y de nuevo roble, intentando no llorar. En algún punto la Marú, con su voz delicada me señaló la caja de Kleenex, cuya existencia había yo olvidado. Y entonces sentí que tenía que contarle todo. Se lo conté todo, así; en orden y en desorden. "Tienes todo identificado, sólo te falta acomodarlo. Vamos a trabajar la pérdida. Son muchos pedazos de Dana que nos falta unir". Claro que tengo todo acomodado, Marú. Si tenía meses con estas ideas en la cabeza. Si sé perfectamente qué es lo que me duele.... Lo único que pasa es que no sé dónde acomodarlo todo. ¿En qué cajones de mi cuerpo lo meto todo, Marú? Y me acuerdo de Dalí y de sus cajones. Así estoy yo, Marú. Con los cajones abiertos y la ropa de dentro regada por todos lados... y he estado intentando recogerla, Marú, pero ahora ya olvidé como almidonarla y cómo doblarla. Quiero que me recuerdes cómo hacer tal cosa, Marú. Me costó tanto llegar aquí, a este sillón de cuero. Me costó tanto aceptar que no era tan fuerte como creía y que me rompí. Me cuesta tanto aceptar que hay cosas allí de toda la vida, de mi infancia y de mi adolescencia que me duelen y afectan al día de hoy, me da pena aceptarme vulnerable, débil, ¡Como si fuera algo de qué avergonzarse! Me da miedo darme cuenta de a ratos soy una Dana que no quiero ser. Entonces, hagamos una cosa, Marú: guardemos todo en los cajones, de a poco, uno por uno. "Podemos empezar por la muerte, por tu abuela, por la culpa, por tu madre, por tus relaciones de pareja".



Ya sé por donde voy a empezar en la próxima sesión, Marú. Fue lo único que no te conté. 

P.D. Se que en este tortuoso camino de las pérdidas uno se puede volver loco. Como mi abuela, que en esos últimos momentos de su vida concebía la muerte como el único escape, porque ya no era ella. No me engaño, sé que estoy en esa posición de sentir que he perdido demasiadas cosas. Quiero decir adiós, para poder dar bienvenidas. Lamento profundamente haber herido a tanta gente que no ha sabido entender mi loco proceder. He optado por encerrarme en mí a acomodar cajones. Espero con ansías el día que termine para poder retomar las cosas justo donde las dejé.


Estoy pensando mucho en Figueres.